LAS MADRES DE VIVEROS
Si rememoro hoy aquellos momentos es con intención de promover instantes de ilusión a las amigas que lo están pasando mal.
No había móviles ni redes sociales, pero nos las arreglábamos estupendamente para quedar en casa de unos u otros a cenar, o ir de excursión con los peques.
Por supuesto el grupo era bien heterogéneo. Y supongo que eso lo hacía más ameno. La mayoría de nosotros (hombres y mujeres) teníamos un título universitario, aunque la mayoría de mujeres no trabajásemos en aquellos momentos de crianza.
Nuestras tardes en los jardines resultaban deliciosas. Cada una de nosotras tenía sus preferencias y manías; hablábamos sin tapujos; recuerdo lo divertidas que eran nuestras conversaciones mientras los peques jugaban correteando a sus anchas.
A las cenas llevábamos cada una lo que (pensábamos) mejor se nos daba. Por supuesto lo culinario carecía de importancia en aquellos encuentros. Después del café, los padres jugaban a las cartas y las mujeres hacíamos pinitos en el mundo esotérico llevadas por una de nosotras que se divorciaría años después. De ella conservo el Rosario bendecido en Lourdes, que me trajo de uno des sus viajes con enfermos. Su marido sigue siendo en nuestra familia el Traumatólogo de referencia.
Cuando creció la prole pasamos a reunirnos las madres un par de veces al año. Quedábamos a comer, y las risas estaban aseguradas. Las anécdotas hacían de los encuentros una fiesta sanadora.
Llegaron luego momentos dolorosos: duras enfermedades y pérdidas irreparables. Las reuniones se fueron dilatando en el tiempo; tal vez porque no sea sencillo compartir las penas.
Más tarde los nietos nos llenaron de alegría; y las abuelas quedamos atrapadas con gusto en la atención a los peques después del trabajo, como ha sido mi caso que estaba en activo cuando nacieron mis primeros nietos. Para algunas de nosotras los peques se hicieron esperar y llegaron cuando su salud estaba resentida, y la concordia familiar brillaba por su ausencia; vieron también cómo se marcharon a vivir a otra ciudad.
Aún así el gozo de atender a un nieto se vive también en la distancia. En ese sentido conozco en primera persona la relación virtual con una de mis nietas que vive fuera, en Mallorca. Puedo entretenerla mientras su madre está ocupada en otras tareas. La voz y la imagen juegan su papel en la comunicación, y hay que sacarle partido en favor de trasmitir el calor del amor.
También las redes sociales cambiaron nuestro modo de comunicarnos las amigas. Y gracias a ello hemos podido mantener el contacto, y sentir en los mensajes la angustia de un presente que mira al pasado con el tamiz del desamor.
El amor es un concepto manido por ambiguo. Uno puede pensar que ama, mientras que su pareja puede sentirse abandona/o.
Propongo que prestemos atención a cómo cuidamos el ego; me refiero a si somos o no capaces de analizar una determinada actuación familiar centrando la mirada en nosotros mismos. La infancia es uno de los periodos de crecimiento emocional especialmente significativo.
A veces, en nuestro especial modo de vivir el amor-desamor, dejamos de buscar lo que nos ha hecho felices en la niñez, en la juventud, en la edad madura. Ese hilo es importante tenerlo en cuenta cada día.
Las personas guardamos instantes de alegría y de tristeza. Cuando nos sentimos decaídos es posible que la tristeza lastre nuestro mecanismo de recuerdos. Pero, si tomamos conciencia del pasado en su conjunto, estaremos en mejores condiciones de hallar aquello que nos motive a mantener el ánimo que cada situación requiere en su momento.
Uno quiere en la medida que sabe quererse, desde el respeto al cuerpo y al espíritu. El amor a los demás parte de uno mismo sin depender del amor que reciba o que espere encontrar.
La generosidad, la dulzura, el sosiego, la magnanimidad son algunas de las actitudes que se irradian desde el amor. Lo mejor de todo, es que ese calor ilumina el recuerdo y lo hace comprensible y llevadero.
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