martes, 19 de enero de 2021

NOVATA 72

UN CANTO A LA VIDA

De Riazor a la Malvarrosa.

Como en años anteriores, el día uno de enero me invade el recuerdo de nacer.


Entre la lluvia y el sol, transcurren los días en cualquier lugar que pensemos. Y cada persona reacciona de forma distinta a los cambios atmosféricos.
El uno de enero de 2021, cuando me levanté llovía en Valencia. Por un lado sentí cercano el terruño, pero la idea de no poder celebrarlo ni tan siquiera paseando con mis nietos todos enfundados en las mascarillas por los jardines del Polifilo al lado de casa, me trajo a la realidad: en estos momentos de pandemia el sol es un valioso aliado; aunque la lluvia también lo pueda ser como acicate para quedarse en casa.
En esa tormenta de pensamientos, traigo al presente uno de aquellos relatos que se cuentan en las familias ante la llegada de un hijo y que, en cierta medida, conforman el recuerdo de nacer. Ese es mi caso. Y este pretende ser un breve relato de los primeros cinco años de mi vida que dejaron una huella imborrable que se detecta en mi carácter.

De mi niñez gallega en la playa de Riazor, a mi infancia en la playa valenciana de la Malvarrosa.

De las imágenes de ayer que traigo al presente están, sin duda, dos entornos bien diferentes.

La Coruña

El uno de enero de 1950, me rodearon por primera vez los brazos de mi madre que acababa de alumbrarme en casa; al parecer me adelanté un par de semanas. Vivíamos entonces en la calle Pardo Bazán.

Por aquella época se consideraba una proeza el llegar a término manteniendo un útero en retroversión. Mi madre tenía 39 años y tres preciosos hijos: dos chicos de once y diez años y una niña de ocho años. Después de mi tuvo dos abortos espontáneos.

Antes de mi primer cumpleaños nos trasladamos a vivir a un piso en Alfredo Vicenti, también en La Coruña, cerca de la playa de Riazor. De modo que pasamos de la plaza de Vigo, a la plaza de Portugal.

Era una niña sana, pero nací con una intolerancia a la lactosa que ni mi abuelo médico conocía su existencia en aquellos momentos. Mi alimentación hasta que cumplí los cuatro años fue un tormento para la familia. De alguna forma el instinto de supervivencia ayuda en esos meses y meses de rechazo a los alimentos que a uno le incomodan. Tuve suerte de vivir rodeada de cariño y con el valor añadido de la sabiduría maternal capaz de lograr un equilibrio nutricional que me mantuvo viva.

De la casa donde nací, no albergo recuerdos; nos fuimos de allí cuando tenía ocho meses.

Tengo memoria de mis primeros pasos salvando -para mí- el tremendo escalón de la cocina a la terraza, en Alfredo Vicenti. Cuando se lo cuento a mis hermanos me dicen que sí, que aquel pequeñísimo impedimento existía y que yo me lo tomaba con mucha precaución.

Me veo correteando por la plaza de Portugal muy cerca de casa (se inauguró en 1952). De ahí guardo un recuerdo muy especial:

Mi madre me decía que la había comprado para mí; y yo lo sentía como tal. Si algún niño se me acercaba -cosa que sucedía en escasas ocasiones- le decía que estaba en mi plaza y jugábamos sin más.

Ella se refería a que allí no había chiquillería, que prácticamente estábamos solas. Pero yo me lo tomaba literalmente (¡tenía dos años!) aunque esto no me ocasionaba problema alguno. Si se acercaba algún niño lo consideraba simplemente un invitado desconocido. ¡Qué cosas! Menudos recuerdos de meniños (enlazo esa página por su dedicación al cuidado del menor y de las familias).

La vida transcurría entre dos plazas: Portugal y Vigo.

En Pardo Bazán seguían viviendo mis tíos y primos; uno de mi edad. Juntos lo pasábamos muy bien, allá donde estuviéramos. Íbamos al cine Equitativa, inaugurado en el año 1949, sito en la plaza de Vigo. Nos hacía sentir mayores cuando éramos unos críos.

En cada ciudad la sociedad de clases se hace patente por barrios. Así lo sigue siendo la plaza de Vigo en La Coruña, por sus calles adyacentes y los comercios que albergan.

Sin duda, en cualquier lugar las zonas de divertimento mudan de unas zonas a otras. Pero hay algo en estas dos plazas de referencia en mi niñez que las han hecho permanecer en alza; y la nostalgia se hace sentir en las generaciones que las pisamos en la niñez, y de adolescentes, en mi caso, en los veranos.


Valencia

En el verano de 1955 nos trasladamos a la playa de la Malvarrosa (Valencia). El cambio que supuso para la familia lo describo en un cuento ilustrado "EL TRAPO QUITAPENAS" (2002) que años más tarde recojo en otro de mis libros "CRECER EN ARMONÍA: MARINA Y SUS AMIGOS" (2013).

De aquellos primeros meses en la playa, hasta diciembre que ocupamos el piso alquilado a las afueras de la ciudad, recuerdo tres cosas: el inmenso arenal, la insolación que padecí con intensos dolores de cabeza que me hacía vomitar, y una disentería por el riego de los cultivos con aguas fecales que circulaban por las acequias, y que casi se me lleva por delante. Mi cuerpo no tenía las defensas preparadas para semejantes agentes patógenos; de donde venía, la lluvia regaban los campos, ni para el sol que brillaba sin dar tregua y calentaba de lo lindo.

Cada uno mantiene en el tintero unos recuerdos que le hacen meditar sobre los cambios que el paso del tiempo no borra.

Mi infancia me recuerda que los cambios ayudan a fortalecer las defensas, tanto las biológicas como las emocionales.

Los acontecimientos vividos conforman el carácter; de modo que, si uno vive aislado en una burbuja, cuando siente que le pincha desde afuera, lo percibe como una agresión y trata de defenderse sin control.

Los Psicólogos hablan de salir de "la zona de confort" como ejercicio práctico para afrontar y solventar los acontecimientos no deseados que llegan de improviso.

Soy una convencida de que cada persona mantiene en el tintero las defensas que precisa para afrontar los momentos adversos.

Es cuestión de retomar el relato familiar que nos ha hecho fuertes.

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